Desde su discurso inaugural, el Santo Padre, hizo alusión a aspectos económicos que son necesarios conocer, si bien fueron hecho públicos en diferentes tiempos de sus disertaciones o escritos.
El Papa ve a la globalización como un fenómeno de relaciones de nivel planetario, considerándolo un logro de la familia humana, porque favorece al acceso a nuevas tecnologías, mercados y finanzas. Las altas tasas de crecimiento de las economías regionales y, particularmente su desarrollo urbano, no serían posible sin la apertura al comercio internacional, sin acceso a las tecnologías de última generación, sin la participación de científicos y técnicos en el desarrollo internacional del conocimiento, y sin la alta inversión registrada en los medios electrónicos de comunicación. Al mismo tiempo, la globalización se manifiesta como la profunda aspiración del género humano a la unidad.
No obstante estos avances, el Papa también señala que la globalización comporta el riesgo de los grandes monopolios y de convertir el lucro en valor supremo. Por ello, Benedicto XVI enfatiza que como en todos los campos de la actividad humana, la globalización debe regirse también por la ética, poniendo todo al servicio de la persona humana creada a imagen y semejanza de Dios.
La globalización es un fenómeno complejo, que posee diversas dimensiones económicas, políticas, culturales, de comunicación, etc. Para su justa valoración, es necesaria una comprensión analítica y diferenciada que permita detectar tanto los aspectos positivos como negativos. Lamentablemente, la cara más extendida y exitosa de la globalización es su dimensión económica que se sobrepone y condiciona a las otras dimensiones de la vida humana. En la globalización, la dinámica del mercado amplía con facilidad la eficacia y la productividad como valores reguladores de todas las relaciones humanas. Este peculiar carácter hace de la globalización un proceso promotor de iniquidades e injusticias múltiples. Este fenómeno, tal y como está configurado actualmente, no es capaz de interpretar y reaccionar en función de valores objetivos que se encuentran más allá del mercado y que constituyen lo más importante de la vida humana: la verdad, la justicia, el amor fraternal y muy especialmente, la dignidad y los derechos de todos, aún de aquellos que viven al margen del propio mercado.
Conducida –según Benedicto XVI – por una tendencia que privilegia el lucro y estimula la competencia, el fenómeno sigue una dinámica de concentración de poder y de riquezas en manos de pocos, no sólo de los recursos físicos y monetarios, sino sobre todo de la información y de los recursos humanos, lo que produce la exclusión de todos aquellos no suficientemente capacitados e informados, aumentando las desigualdades que marcan tristemente nuestro mundo y que mantienen en la pobreza de conocimiento y del uso y acceso a nuevas tecnologías. Por eso, es necesario que los empresarios asuman su responsabilidad de crear más fuentes de trabajo y de invertir en la superación de esta nueva pobreza.
No se puede negar que el predominio de esta tendencia no elimina la posibilidad de formar pequeñas y medianas empresas, que se asocien al dinamismo exportador de la economía, le presten servicios colaterales o bien aprovechan sectores bien precisos del mercado interno. Sin embargo, su fragilidad económica y financiera y la pequeña escala en que se desenvuelven, los hacen extremadamente vulnerables frente a las tasas de interés, el riesgo cambiario, los costos provisionales y la variación en los precios de los insumos. La debilidad de estas empresas se asocia a la precariedad del empleo que está en condiciones de ofrecer. Sin una política de protección específica de los Estados frente a ellas, se corre el riesgo que las economías de escala de los grandes consorcios termine por imponerse como única forma determinante del dinamismo económico.
El Papa expresa que por ello, frente a esta forma de internacionalización, sentimos un fuerte llamado para promover una globalización diferente que esté marcada por la solidaridad, por la justicia y por el respeto a los derechos humanos, haciendo particularmente de América Latina y El Caribe no sólo un sector de la esperanza, sino también el espacio del amor, propone el Santo Padre.
Esto nos debería llevar – agrega el Pontífice – a contemplar los rostros de quienes sufren. Entre ellos, están las comunidades indígenas y afroamericanas, que, en muchas ocasiones, no son tratadas con dignidad e igualdad de condiciones; muchas mujeres que son excluidas en razón de su sexo, raza o situación socioeconómica; jóvenes, que reciben una educación de baja calidad y no tienen oportunidades de progresar en sus estudios ni de entrar en el mercado de trabajo para desarrollarse y constituir una familia; muchos pobres, desempleados, migrantes, desplazados, campesinos sin tierra, quienes buscan sobrevivir en la economía informal. También los ancianos, que además de sentirse excluidos del sistema productivo, se ven muchas veces rechazados por sus familias como personas incómodas e inútiles. Una globalización sin solidaridad afecta negativamente a los sectores más pobres. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y opresión, sino de algo nuevo: la exclusión social.
(Continuará)
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